Hay veces, pues, nos encontramos
con los días en lugares distintos. Amanece, entre tanto, y despertamos en una
ciudad extraña, a veces enorme, retorcida, somos por un momento aquel
naufragio, donde la ausencia de todo se acentúa. Se extraña, entonces, los
detalles más tranquilos del hogar: los sueños quedan en una almohada ajena, los
rayos del sol se desgajan por otros lugares y el piso que, acostumbrado a pasos
extraños, devuelve sensaciones distintas. Cada gesto es diferente. Hay ciudades
que, por su división puesta de forma precisa, poseen un mar cuyas orillas esperan, noche a noche, el olvido que arrastra la marea. Se escucha,
desde las calles, voces con otros acentos que apalabran el mundo y fabrican la
vida, muchos de ellos, con una perfecta
armonía de colores y formas. Se vive aquí, por lo general, regidos por una
simplicidad, despreocupados del orden establecido del mundo, en un revoltijo de
perplejidades que las palabras que llevamos se quiebran en las comisuras de los
labios. Hay ciudades, en cambio, que acorralan con una extraña naturaleza, que
empujan con su instinto, que devoran con sus yemas tibias, por lo menos, en una
oscuridad con olores a oxido. Cada ciudad tiene su apariencia: una costra de
cemento que endurece mientras caminamos.
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