domingo, 24 de enero de 2016

Notas sueltas




En diciembre el sol rebasa sus estancias y es el tiempo en que un torrente de ruido, mugre, venidos de la calle, se derrama en toda la casa, tupiendo la tranquilidad con un escándalo ajeno. Mi abuela, dando vueltas en la sala, barre rincón a rincón, apresurada en cambiar de sitio  los muebles, los cuadros, montando en otros escaparates las porcelanas. Desde su ensimismamiento, sabe y aún conserva, pasando blandamente frente a la ventana, que el próximo año deja caer sus días como un gajo de frutas podridas. Sucede, pues, que la costumbre de recibir los años, por razones que no entiendo, en ambientes distintos al habitual en ella permanece. A esta hora, entre  las calles, un viento caliente, movido, arrastrado, arrojado desde lo alto, empuja las hojas que salpican el pavimento. Entonces, decidido, acompaño a mi hermana al centro del pueblo, hecho singular bullicio. Por estos días, el centro bulle como buche de paloma. Las esquinas, una tras otra, palpitan en un mismo alboroto. Los habitantes, a esta hora, llenan las calles en formas diversas que, simplemente, la quietud se convierte en un torbellino de rostros. Recuerdo, entonces, un poema de José Manuel Arango: “los hombres se echan a las calles/ para celebrar la llegada de la noche/ un son de flauta entra delgado en el oído/ y otra vez son las plazas lugares de fiesta”. Van y vienen, atropelladamente, en medio del ruido de las bocinas de los carros, las motos, el grito repentino de quien, casi azaroso, monta su bicicleta. Mientras la espero, al frente de un parque, donde las estatuas, con sus cielos repentinamente cargados de pasado, evocan en colores de bronce, los esbozos apenas, de las páginas de Arias Trujillo, observo  en la acera a un niño que desconozco, de cachetes sucios, que  juega con una bolsa blanca y una piedra. Envuelve la piedra con la bolsa lanzándola  hacia el cielo. De repente, la piedra cae, despacio, leve, imitando la caída de un paracaídas. Creador de su propio artefacto como de un oficio, otra vez envuelve la piedra y la lanza siguiendo, acostumbrado al sol que irradia, el rumbo de la piedra con la mirada. Por instantes, en su rostro la felicidad de lo sencillo brilla como el aleteo de un colibrí en las manos. Cree vislumbrar, en todo, un ineluctable proceso de imaginar, por fuerza, aquello que carece. Cada juguete es el descubrimiento, puesto en las manos, de una realidad soñada. El bumerán para Julien Gracq, era reconocerse, sustraerse de las narraciones de Julio Verne, sentir que el secreto de aquellos artefactos sólo sucede, tantas veces,  en los sueños. Comprendo, entonces que, de tantos juguetes siempre sobrevive en nosotros, hinchados de hazañas, esos que salieron de nuestras propias manos, entre el destrozo y la capacidad de inventar, para recrear a veces, una felicidad espontánea.  

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