En
diciembre el sol rebasa sus estancias y es el tiempo en que un torrente de
ruido, mugre, venidos de la calle, se derrama en toda la casa, tupiendo la
tranquilidad con un escándalo ajeno. Mi abuela, dando vueltas en la sala, barre
rincón a rincón, apresurada en cambiar de sitio los muebles, los cuadros, montando en otros
escaparates las porcelanas. Desde su ensimismamiento, sabe y aún conserva,
pasando blandamente frente a la ventana, que el próximo año deja caer sus días
como un gajo de frutas podridas. Sucede, pues, que la costumbre de recibir los
años, por razones que no entiendo, en ambientes distintos al habitual en ella
permanece. A esta hora, entre las calles,
un viento caliente, movido, arrastrado, arrojado desde lo alto, empuja las
hojas que salpican el pavimento. Entonces, decidido, acompaño a mi hermana al
centro del pueblo, hecho singular bullicio. Por estos días, el centro bulle
como buche de paloma. Las esquinas, una tras otra, palpitan en un mismo
alboroto. Los habitantes, a esta hora, llenan las calles en formas diversas
que, simplemente, la quietud se convierte en un torbellino de rostros.
Recuerdo, entonces, un poema de José Manuel Arango: “los hombres se echan a las calles/ para celebrar la llegada de la
noche/ un son de flauta entra delgado en el oído/ y otra vez son las plazas
lugares de fiesta”. Van y vienen, atropelladamente, en medio del ruido de
las bocinas de los carros, las motos, el grito repentino de quien, casi
azaroso, monta su bicicleta. Mientras la espero, al frente de un parque, donde
las estatuas, con sus cielos repentinamente cargados de pasado, evocan en
colores de bronce, los esbozos apenas, de las páginas de Arias Trujillo,
observo en la acera a un niño que
desconozco, de cachetes sucios, que
juega con una bolsa blanca y una piedra. Envuelve la piedra con la bolsa
lanzándola hacia el cielo. De repente,
la piedra cae, despacio, leve, imitando la caída de un paracaídas. Creador de
su propio artefacto como de un oficio, otra vez envuelve la piedra y la lanza
siguiendo, acostumbrado al sol que irradia, el rumbo de la piedra con la mirada.
Por instantes, en su rostro la felicidad de lo sencillo brilla como el aleteo
de un colibrí en las manos. Cree vislumbrar, en todo, un ineluctable proceso de
imaginar, por fuerza, aquello que carece. Cada juguete es el descubrimiento,
puesto en las manos, de una realidad soñada. El bumerán para Julien Gracq, era
reconocerse, sustraerse de las narraciones de Julio Verne, sentir que el
secreto de aquellos artefactos sólo sucede, tantas veces, en los sueños. Comprendo, entonces que, de tantos
juguetes siempre sobrevive en nosotros, hinchados de hazañas, esos que salieron
de nuestras propias manos, entre el destrozo y la capacidad de inventar, para
recrear a veces, una felicidad espontánea.
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