A
veces es extraño lo que sucede en este pueblo: en las noches, aquí y allá, las
estrellas escupen fuego en los ojos de las ancianas que, entre casas de
esterilla, encienden los fogones noche a noche para tibiar la soledad. Los
habitantes parecen extenuados, ojerosos, bajo un sol que crece con gestos que
no expresan, siquiera, el cansancio de los días. De pronto, en aquellos días de
sol y polvo en las calles, los hombres perdieron la voz.
Una
mañana, una polvareda blanca se concentró en la garganta de todos los
habitantes, llevándolos uno a uno, a cargar sigilo en las gargantas. Era como
tener algo que contar, pero no encontrar la forma de contarlo. Entonces, Antonio, de súbito quiso contar sus
recuerdos: dibujó en el viento la
palabra que pensaba. Dibujó, pues, la palabra lluvia, como llenando el silencio
con una voz invisible. Repentinamente, una leve llovizna se asomaba de las
montañas. Sonaba, nacida de lo blanco, la lluvia rodando por el polvo. Sorprendidas,
las gentes del pueblo, asomaban los rostros por las ventanas, puestos así, en
una secuencia de danza. Y es, en ese momento, que piensa la palabra música, aunque
esta vez, en verdad, el viento sonaba como dos pianos bajo un mismo compás.
Así, habiendo trocado los lenguajes de los vientos, Antonio a falta de voz,
pobló el pueblo de recuerdos reales, pues la imagen, ante todo, reanima el
pensamiento.
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