El
río ha traído un cadáver a las playas negras. (Noviembre, cuando los mangos
estallan de luz.) Un arenero llega con la cabeza agarrada de un mechón de
cabello. Gentes de todo el pueblo llegan a las playas, con la mano en la boca
intentan reconocer el rostro. Otro arenero llega con una pierna desgarrada, la
levanta: el miembro con la cicatriz de las aguas. Al cadáver le falta la mano
derecha y su carne hinchada brilla. Flotando, el cauce, las piedras curtieron
la piel. Ubican la cabeza y la pierna cerca del tronco, lo reconstruyen. De
cuando en cuando, espantan con ramas de guayabo las moscas. Y los niños, desde
la orilla, simulan arrogar piedras para desterrar los gallinazos. Nadie
reconoce el finado. Inclinados al vacío, como quien sueña el mismo muerto todas
las noches, un ajeno llanto nos lava el rostro.
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