Desde días atrás había
marcado una ausencia con el violín: en la medida que transcurre el tiempo, los
miembros empiezan a congelarse, levemente, como la chicharra que muere tiesa
por el mismo tono de su canto. Un
atrofio, donde en la ejecución existe un desapego con la música. Un lento
alejase que, la partitura ante los ojos se entreteje en movimientos mudos,
insistiendo, por instantes, en el silencio que toda música interroga. En el
violín existe, por lo general, una comunicación entre las manos y el pensamiento,
bajo un compás, tal vez, repitiéndose en tonos más dolorosos, jadeantes, cada
vez más agudos, más largos, dotados de un equilibrio musical, con igual fruto,
que la armonía natural de las cosas. La suavidad de la música, después de tanto
agitarse en cada uno, sale según el hilo del pensamiento, a veces tan fina, tan
afiligranada; otras veces, tan tosca, tan ruidosa, sin consistencia ni
densidad, ni durezas. De nota en nota el violín desencoge su madera, donde
relumbra, en el fondo, un cielo de estrellas pintadas con fuego, aisladas unas
de otras, por la oscuridad circundante. Se siente ligero, recompensado, en
íntimo contacto con el pentagrama. En la música, como aquellas visitas que nos
dejan la nostalgia de lo vivido, hay que sentir, desde luego, el retorno de la
soledad con su carácter, con su partitura aflorada, negra desde adentro.
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