domingo, 24 de julio de 2016

Ruido de granizo


Negro el piano apenas, entre la penumbra, brilla como los ojos de un niño que, cansado de dormir, esconde lunas tras los parpados. El silencio, como una nota tocada con estremecimiento, crece en el teatro. Tal vez el tiempo aquí posee una tonada sorda, mínima, que ignoramos; una corchea escrita en el viento que se traduce en un teclado, donde el blanco y el negro se disputan en la prisión de la música. Es octubre de 1875, días donde los pájaros llenan el viento con un canto vuelto añicos. Richard Wagner, sentado en las primeras sillas del recinto, cansado de llevar oscuridad en sus ojos, observa entonces el piano sordo, negro, circunscrito. Mientras lo observa, atrás, la multitud guarda un frenesí mudo. En algún  momento, la música llenará sus corazones como un cántaro puesto en la lluvia que cae en el patio. Bajo la penumbra, Wagner abre el teclado: toca levemente una escala con un matiz de negros. La oscuridad se vuelve palpable, con tez de niño todos los días expuesto al sol. Espléndidas, las últimas notas rozan la piel de los espectadores, ajenos o no, a una realidad donde las imágenes están escritas bajo formas y espacios, como si esos signos, cargaran una posibilidad nítida de la existencia. Con campases apretados Wagner toca el piano, despojado de sí, tibio de locura, mostrando que la música, vuelta demonio, devora hombres. Ejecuta, entonces, en el teclado una melodía grotesca. El público se hunde en un océano cargado de ruidos de violines, de aguaceros a destiempo, mientras la partitura, nota a nota, escarba en lo blanco lo negro que lleva dentro. Ágiles unos dedos tocan, en los acordes del clave una música, cuyo eco avanza por los recónditos del hombre, mientras uno, Wagner, se desprende de la noche como una estrella que arde impalpable, llevando un compás que quiebra la oscuridad como un espejo.

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