jueves, 21 de septiembre de 2017

Notas al margen


En el arte al igual que la vida, poco a poco, cada acción debe tocar el límite porque ambas, al parecer, se crean en el instante en que se soportan. La vida, desde luego, no puede verse como un ente aislado del arte, al contrario, una y otra van unidas de tal manera que es imposible, después de estar inmerso en la creación, ver la vida sin el arte. Con su fuego, estridente, el arte  penetra en la vida dejando una polvareda, un terrible delirio de inventar. Quien se ha sumido en la poesía –escribe Vladimír Holan—nunca se saldrá. Semejante a Atlas, con joroba o sin joroba, cargamos el mundo con todos sus sueños, mientras empecinados en la soledad pulimos la creación como una piedra aguzada, para hacer flechas. Hacia 1784 Mozart, aferrado al arte como a sus secretas entrañas, volvió a sus piezas y terminó la Sonata No 14 en Do menor. Obra que, posteriormente, generó pie a Fantasia en Do menor, para piano. El compositor que pasaba los días tarareando sonidos, desembocó toda su vida a la búsqueda de la música, en la búsqueda de una armonía que reverdecía, mientras escuchaba los compases y entendía, más vivo que nunca,  que la música es del mundo.  Desde el fondo, como un irritado fuego, alimentamos el arte con la sustancia de los días: a la creación vamos sumando parte de lo que somos hasta quedar con la carne desnuda y con las manos colmadas de despojos. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Déjanos saber qué opinas del articulo.