martes, 23 de mayo de 2017

Nota I



Decía, pues, Lezama Lima que el viaje es un ejercicio de la imaginación. Conocer, quizás, es descubrir en nosotros  escasas formas que centellean cuando cerramos los ojos y algo hondo apenas alumbra. Tras amplias carreteras, donde todo el valle se traza como un mar ante la mirada, llegamos a Roldanillo. Un pueblo plano, gastado por el sol que, cuyo asombro por el arte sigue intacto. Como una alfombra verde, suave, los cultivos de caña de azúcar bordean el pueblo. Mentira parece estos colores flotando en la mansedumbre del aire, sin un rumor, sin apetito, sin música. Al cruzar el Cauca, con su tranquilidad oscura, con su geometría perdida por las borrascas, se camina entre el arte: a la vera de la carretera recta, callada, grandes pinturas de artistas colombianos. Mientras recorría recordé aquellas suites de Músorgski que escribió como homenaje a su amigo el artista Hartmann, para circular a través de sus pinturas mientras la música nos devora. 

Estas cosas, iluminadas, con pistas tan reales que se abren en este pueblo, donde el sol rueda por las calles como una naranja podrida, llenan  los ojos con vastos colores que asustan y atraen. La tarde aquí es lenta, algo sucederá quizás, pero el día avanza entintándose. Del parque, cuya fuente un agua borbotea, vamos hacia el Museo Rayo. Vibra en el aire el eco del último replicar de las campanas. Allí, a mitad de calle, las formas geométricas de Omar Rayo habitan encerrando algo secreto, ciertamente, cercano a lo humano.


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