Decía, pues, Lezama Lima
que el viaje es un ejercicio de la imaginación. Conocer, quizás, es descubrir
en nosotros escasas formas que centellean cuando cerramos los ojos y algo
hondo apenas alumbra. Tras amplias carreteras, donde todo el valle se traza como
un mar ante la mirada, llegamos a Roldanillo. Un pueblo plano, gastado por el
sol que, cuyo asombro por el arte sigue intacto. Como una alfombra verde,
suave, los cultivos de caña de azúcar bordean el pueblo. Mentira parece estos
colores flotando en la mansedumbre del aire, sin un rumor, sin apetito, sin
música. Al cruzar el Cauca, con su tranquilidad oscura, con su geometría
perdida por las borrascas, se camina entre el arte: a la vera de la carretera
recta, callada, grandes pinturas de artistas colombianos. Mientras recorría
recordé aquellas suites de Músorgski que escribió como homenaje a su amigo el
artista Hartmann, para circular a través de sus pinturas mientras la música nos
devora.
Estas cosas, iluminadas,
con pistas tan reales que se abren en este pueblo, donde el sol rueda por las
calles como una naranja podrida, llenan los ojos con vastos colores que
asustan y atraen. La tarde aquí es lenta, algo sucederá quizás, pero el día
avanza entintándose. Del parque, cuya fuente un agua borbotea, vamos hacia el
Museo Rayo. Vibra en el aire el eco del último replicar de las campanas. Allí,
a mitad de calle, las formas geométricas de Omar Rayo habitan encerrando algo
secreto, ciertamente, cercano a lo humano.
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