Despertar, después de dejar las
estrellas en su sitio, en una ciudad extraña es, en efecto, inventar con pocas
lineas un universo. La sensación de extrañeza por los lugares revive
paisajes, rostros, momentos. Anoche, arribando pensaba que las experiencias no
se repiten, sino que se van sumando unas a otras hasta dejar una expresión de
forastero. A veces, por diversas razones, la mejor forma de conocer una ciudad
es perderse por sus calles, como quien busca algo que no regresa. Aquí el sol
resplandece desde temprano: una mancha de colores lame los rascacielos. Y la
ciudad, como animal derrotado, se entrega a la mansedumbre del tiempo. En las
primeras horas, hombres y mujeres, atraviesan trotando la calle. De pronto, sin
vacilar, se pierden por una avenida que rompe el horizonte conteniendo una
fluidez, casi de reloj. Mientras la ciudad se desfigura pienso, en estos
momentos, en los paisajes áridos de Cómala. Rulfo y tantas palabras silenciadas
como un espejo que copia formas y calla. En este lugar, de un ritmo
atropellado, guardo tantas pasiones encaradas, que este empeño por fustigarlas
me quedará incompleto. Anoche, vale decir, de camino al hotel conversaba con
una de las personas que me recibió. Me contó, por un momento, de las grandes
librerías de usados que hay en el centro de la ciudad. Lugar que, sin duda
alguna, quiero descubrir caída la tarde. Por el momento, con una
fascinación intacta, escucho a Brahms en esta esta mañana y sospecho que hoy me
suena diferente que ayer.
C. M
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